
Biografía
Nace en Madrigal de las Altas Torres, España, 1451 - Medina del Campo,
id., 1504) Reina de Castilla y León (1474-1504) y de la Corona de Aragón
(1479-1504). Hija de Juan II de Castilla y de Isabel de Portugal, Isabel la
Católica tenía sólo tres años cuando su hermano Enrique IV ciñó la corona
castellana (1454).
En 1468 Enrique IV, hombre de carácter débil e indeciso, reconoció a la
princesa Isabel como heredera al trono en el pacto de los Toros de Guisando,
con lo cual privó de sus derechos sucesorios a su propia hija, la princesa
Juana. La maledicencia suponía que la princesa Juana era en realidad hija de
Enrique Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque; de ahí su sobrenombre de
Juana la Beltraneja.
Con el objetivo de
consolidar su posición política, los consejeros de Isabel la Católica acordaron
su boda con el príncipe Fernando, primogénito de Juan II de Aragón, enlace que
se celebró en secreto, en Valladolid, el 19 de octubre de 1469. Al año
siguiente, molesto por este matrimonio, Enrique IV de Castilla decidió desheredar a Isabel
y rehabilitar en su condición de heredera a Juana la Beltraneja, que fue desposada con Alfonso V de
Portugal.
La consecuencia fue que, a la muerte del rey (1474), un sector de la
nobleza proclamó a Isabel soberana de Castilla, mientras que otra facción
nobiliaria reconocía a Juana (1475), lo cual significó el inicio de una
sangrienta guerra civil. A pesar de la ayuda del monarca portugués a la
Beltraneja, el conflicto sucesorio se decantó a favor de Isabel en 1476, a raíz
de la grave derrota infligida a los partidarios de Juana por el príncipe
Fernando de Aragón en la batalla de Toro.
Los combates, sin
embargo, se sucedieron en la frontera castellano portuguesa hasta 1479, en que
el tratado de Alcaçobas supuso el definitivo reconocimiento de Isabel como
reina de Castilla por parte de Portugal, además de delimitar el área de
expansión castellana en la costa atlántica de África. Aquel mismo año, por otra
parte, el óbito de Juan II posibilitó el acceso de Fernando II de Aragón al trono de la Confederación
catalanoaragonesa, y la consiguiente unión dinástica de Castilla y la Corona de
Aragón.
Las líneas maestras
de la política conjunta que desarrollaron Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón
(que pasarían a la historia como los Reyes Católicos, título concedido en 1494 por el
papa Alejandro VI) fueron el afianzamiento y la expansión del poder real, el
estímulo de la economía, la conclusión de la reconquista a los musulmanes de
todo el territorio peninsular y el fortalecimiento de la fe católica.
En el aspecto económico,
Isabel la Católica saneó la hacienda pública merced a un estricto sistema
fiscal e incentivó el desarrollo de la ganadería ovina y del comercio lanero.
Además, supo canalizar la tradición militar y expansiva de Castilla hacia la
conquista del reino nazarí de Granada, último bastión islámico en la Península
(1492), y la guerra contra los musulmanes norteafricanos, a los que
arrebató Melilla (1497). Con todo, el mayor logro de la política exterior
isabelina fue, sin duda, el apoyo a la expedición que culminaría con el descubrimiento de América por Cristóbal Colón (1492).
En materia religiosa,
por último, Isabel la Católica llevó a cabo una profunda reforma eclesiástica
con la ayuda del cardenal Cisneros, creó el tribunal de la Inquisión
para velar por la ortodoxia católica (1478) y culminó el proceso de unificación
religiosa con la expulsión de los judíos (1492) y los mudéjares (1502). A su
muerte, acaecida el 26 de noviembre de 1504, el trono castellano pasó a su
hija Juana la Loca (Juana I de Castilla), madre del
futuro rey y emperador Carlos.
La princesa que no tenía que reinar
No estaba destinada a ocupar el trono, pero su
determinación le permitió conquistarlo. Ya dueña de la corona, ejerció por sí
misma el poder y llevó al reino de Castilla a la cúspide de su
prestigio. Cuando nació su hija, Isabel, el rey Juan II de Castilla ya tenía un hijo varón de veinte años,
Enrique (apodado más tarde el Impotente), nacido de su primer matrimonio con
María de Aragón, y sería él quien, tras años más tarde, en 1454, le sucedería
en el trono. Cuando esto ocurrió, la princesa Isabel fue enviada junto a su
madre, Isabel de Portugal, a Arévalo, lejos de la corte y cerca de Medina del
Campo, a cuyo castillo de la Mota se sentiría siempre estrechamente vinculada.
Pese a esta aparente marginación, Isabel recibió una esmerada educación de
acuerdo con lo que se esperaba que aprendiera una princesa del momento.
Desde pequeña vivió rodeada por
un excelente grupo de damas de compañía y tutores, designados directamente
por su padre antes de morir, entre los que se encontraban algunas de las
figuras que con el tiempo estarían llamadas a desempeñar una importante función
en su vida y su reinado, como Lope de Barrientos, Gonzalo de Illescas, Juan de
Padilla, Gutierre de Cárdenas y fray Martín de Córdoba. De ellos recibió una
formación humanística basada en la gramática, la retórica, la pintura, la
filosofía y la historia. Nadie supo a ciencia cierta los motivos por los que su
hermanastro, que nunca se había preocupado demasiado por ella, decidió llamarla
junto a él en 1462, poco antes del nacimiento de su hija Juana, con quien
estuvo enfrentada.
Aconsejada
por el arzobispo Alfonso Carrillo, Isabel tomó como pretendiente matrimonial al
candidato aragonés, Fernando, hijo y heredero, como ella, de otro Juan
II. Todo se llevó en el más absoluto secreto. El 5 de septiembre de
1469, Fernando partió de Zaragoza disfrazado de criado y acompañado por tan
sólo seis personas. Cuatro días después tenía lugar la ceremonia nupcial, que
incluyó la bendición también en el sentido político, del arzobispo Carrillo. Al
día siguiente, como era preceptivo, el matrimonio fue debidamente consumado en
la cámara nupcial ante un selecto grupo de testigos.La princesa contaba
entonces diez años. ¿Pensó quizá que era preferible tenerla cerca y bien
controlada? La inestabilidad política en Castilla crecía por momentos debido a
las desavenencias entre el monarca y algunos magnates del reino, capitaneados
por el arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo. Las tensiones llegaron a su punto
extremo en 1465, cuando los nobles impusieron al rey un humillante conjunto de
medidas que limitaban su poder. Una de las exigencias que Enrique IV debió aceptar fue que la
princesa Isabel se alejara de la corte y tuviera casa propia en el Alcázar de
Segovia. Tan sólo tres años después, el propio Enrique aceptó un pacto
-materializado en una venta cercana a los Toros de Guisando, cerca de Ávila-
por el que, a cambio de que sus adversarios aceptaran su continuidad en el
trono, reconocía a Isabel como legítima sucesora en la corona de
Castilla.
Los cronistas oficiales presentaron su encuentro como un amor a primera
vista. Pero, por supuesto, Fernando tenía tantos intereses políticos en ese
matrimonio como los que pudiera tener su esposa. Una fría mañana del 12 de
diciembre de 1474 llegó al Alcázar de Segovia, donde habitaba la pareja, la
noticia de que Enrique había muerto. Al día siguiente, Isabel I se autoproclamó
con toda solemnidad reina de Castilla y envió cartas a las principales ciudades
del reino exigiéndoles obediencia. Pero el camino distaba mucho de quedar
expedito. A las pocas semanas, su sobrina Juana hacía lo mismo, Y no sólo eso:
negociaba con su tío, el belicoso rey Alfonso de Portugal, un contrato
matrimonial que permitiera unir las fuerzas de ambos reinos con el objetivo de
defender sus derechos. Comenzaba así una sangrienta guerra por el trono
castellano que no finalizaría hasta septiembre de 1479, con los
tratados de Alcáçovas y Moura. La victoriosa Isabel I exigió que su sobrina
renunciara al matrimonio con Alfonso y entrara como monja en el convento de las
clarisas de Coimbra. Con ello, la reina pretendía garantizar a cualquier precio
que su rival no tuviera descendencia
La heredera de su hermano
La dudosa legitimidad de Juana y el
descontento de algunos nobles con el gobierno del rey hicieron peligrar su
corona. Sus enemigos quisieron utilizar a sus hermanastros para destronar a
Enrique. Primero fue Alfonso, el hermano pequeño de Isabel, quien fue
proclamado rey en la conocida como “la farsa de Ávila”. Era el 5 de junio de
1465 y el pequeño infante tenía poco más de 12 años. Tres años después, el 5 de
julio de 1468, moría en extrañas circunstancias. Fue más que probable que
muriera envenenado.
Frustrado el intento de deponer al
rey utilizando a su hermano, los nobles rebeldes pusieron la mirada en la joven
Isabel quien, a pesar de la insistencia, nunca aceptó proclamarse reina, al
menos mientras su hermano aún viviera.
Sin embargo, Isabel sí que aceptó ser
proclamada Princesa de Asturias en la ceremonia celebrada junto a los verracos
prehistóricos conocidos como los Toros de Guisando, el 18 de septiembre de
1468. Con esta decisión, Enrique no sólo relegaba a su propia hija de la línea
sucesoria, sino que daba la razón a quienes no la consideraban como legítima.
Aunque Isabel consiguió una gran victoria en Guisando, tuvo que aceptar una
importante condición. Sólo podría casarse previo consentimiento del rey, su
hermano.
Una boda en entredicho
Como Isabel no estaba destinada a ser
reina, desde pequeña se planteó su existencia como una baza más de la corona
para establecer importantes acuerdos con otras monarquías o con alguna casa
aristocrática mediante su matrimonio.
Muchos fueron los candidatos, a los
que Isabel fue rechazando sistemáticamente. Alfonso V de Portugal, su hijo
Juan, el duque de Guyena, hermano de Luis XI de Francia, fueron algunos de los
grandes nombres que Isabel no aceptó como maridos. Incluso en una ocasión,
cuando tenía 16 años y fue comprometida a un noble mucho más viejo que ella,
don Pedro Girón, se dice que rezó tanto que en el camino a su encuentro que
murió de un ataque de apendicitis. Aunque podría haber sido la ayuda de su
incondicional amiga Beatriz de Bobadilla la causa de
la liberación de Isabel.
Isabel decidió entonces casarse con
su primo Fernando, hijo de Juan II de Aragón. El 5 de marzo de 1469 se firmaban
las capitulaciones matrimoniales con una supuesta bula papal que autorizaba
dicha unión. Todo el proceso se hizo en secreto y a espaldas del rey. Mientras
Isabel escapaba a la estricta vigilancia de Juan Pacheco, Fernando viajaba
hacia tierras castellanas disfrazado de mozo de mula de un grupo de
comerciantes. El 19 de octubre de 1469 Isabel y Fernando se casaban en
Valladolid.
Esa boda supondría en el futuro una
unión de facto de dos coronas peninsulares y abrían el camino para una futura
unión de toda la Península en manos de su bisnieto Felipe II.
Isabel y Fernando formaron una pareja
excepcional. Cada uno reinaría en su territorio y ambos se complementarían en
el gobierno de sus reinos.
Enrique IV no aceptó la unión e
intentó disolverla aduciendo que no existía ninguna bula papal que la
bendijera. Pero el Papa Sixto IV hizo pública una bula que alejaba toda duda
sobre su legalidad. El rey ofendido decidió entonces volver a nombrar a su hija
Juana heredera de Castilla y casarla con el rey portugués Alfonso V.
La reina católica
El 11 de diciembre de 1474 moría
Enrique IV, quien pasaría a la historia con el triste apodo de “El impotente”.
Tan sólo dos días después, y defendiendo su derecho al trono, Isabel salió
decidida del Alcázar de Segovia en dirección a la Iglesia de San Miguel y se
proclamaba a sí misma reina de Castilla.
Aquel golpe de efecto llevó a una
inexorable división del reino entre los partidarios de Juana, la última
heredera del monarca fallecido y los defensores de Isabel, Princesa de Asturias
según el pacto de los Toros de Guisando. Empezaba entonces una cruenta guerra
civil que terminaría dos años después con Isabel como vencedora tras la
victoria de su marido en la Batalla de Toro.
Un reinado de mano firme
Isabel gobernó de manera estricta su
nuevo reino. Alejó a los nobles del poder, mejoró la administración del reino,
saneó sus finanzas e hizo mejorar la seguridad de sus súbditos con la creación
de la Santa Hermandad.
Mujer piadosa, quiso transmitir su
profunda fe a su reino, no en vano, el Papa Alejandro VI le otorgó a ella y a
su marido el título de Reyes Católicos mediante la bula Si convenit de
19 de diciembre de 1496. Una fe que la llevó a instaurar el Tribunal de la
Santa Inquisición primero en Castilla y más tarde en Aragón, a firmar el
decreto de expulsión de los judíos y terminar la reconquista iniciada siete
siglos atrás con la toma de Granada.
Isabel I compartió con Cristóbal
Colón la visión del navegante al que protegió y ayudó en su aventura oceánica.
Una frágil herencia
Isabel la Católica reinó durante 30
años. En todo ese tiempo puso las bases de un reino que, para su desgracia,
veía desaparecer uno tras otro a sus herederos.
Isabel tuvo cinco hijos. Isabel
(1470-1498), casada con Manuel I el Afortunado de Portugal, murió al dar a luz
a su hijo Miguel. Este se convertiría entonces en la esperanza de la reina; una
esperanza que se vería diluida con la muerte del infante poco tiempo después.
Juan (1478-1498) se casó con Margarita de Austria a la que
dejó viuda al poco de contraer matrimonio. A pesar de estar embarazada, un
aborto volvió a sumir a la reina en la desesperación.
Sería la tercera hija, Juana (1479-1555) la que
terminaría soportando el peso de la corona en un reinado turbulento que no
llegó a protagonizar. Su supuesta locura la recluyó en Tordesillas.
Isabel también sufriría por su última
hija, Catalina (1485-1536), viuda de
Arturo de Gales y a la espera de un destino incierto en las lejanas tierras
inglesas. Solamente María (1482-1517), su penúltima hija, casada con el viudo
de su hermana Isabel, Manuel de Portugal, llegaría a tener diez hijos, entre
ellos la emperatriz Isabel, esposa del emperador Carlos V.
En mi opinión Isabel I de Castilla fue una de las mujeres más influyentes de aquella época y de de España, que era muy inteligente al obtener un trono que pudo no pertenecerle. En este texto se menciona su vida y grandes acontecimiento. No obstante, retomo lo de la entrada anterior de los matrimonios de sus hijos.
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