
En 1478, los Reyes
Católicos decidieron introducir el Tribunal
de la Inquisición en Castilla y, con posterioridad, en Aragón.
Aunque el Tribunal de la Inquisición existía desde el siglo XIII, el que ahora
se creaba en la monarquía hispánica dependía directamente de los reyes, no del
Papa. Su principal misión sería controlar a los conversos, investigando aquellos
casos sobre los que existían dudas de que se hubiera producido un Bautismo
sincero. Tras varios años actuando, los inquisidores se convencieron de que,
para terminar con el problema de las falsas conversiones, había que impedir que
los conversos pudieran tener contacto con los judíos, evitándoles, así, la
tentación de volver a practicar su antigua religión. De esta forma, las Cortes
de Toledo decidieron, en 1480, que los barrios judíos debían estar apartados
físicamente de los cristianos, por lo que ambas zonas debían estar separadas
por gruesas murallas. Además, se les obligó a llevar en sus ropas una señal
roja, un distintivo que los identificara como pertenecientes a la comunidad
hebraica.
Y también en 1420 se
intensifico la investigación sobre los conversos, y la Inquisición llegó a
interrogar a miles de sospechosos y de testigos, llegando a la conclusión de
que la mayoría de los conversos seguían siendo judíos practicantes. La
situación para los judíos se iba complicando cada vez más, hasta llegar a ser
angustiosa, en 1490, cuando se produjeron varios casos de acusaciones falsas
sobre ellos. El caso más llamativo fue el conocido como el del "Santo Niño
de la Guardia", especialmente grave, puesto que se acusó a un grupo de
judíos y de conversos de la localidad de La Guardia, en Toledo, de secuestrar,
torturar y crucificar a un niño el Viernes Santo de aquel año. El caso tuvo tal
repercusión, que pasó a manos del Inquisidor General, fray Tomás de Torquemada. Su sentencia fue aleccionadora,
pues determinó que los responsables del crimen debían ser ejecutados.
Sin embargo, a pesar
de sus grandes esfuerzos, las medidas de la Inquisición no fueron
suficientes para solucionar el problema del odio hacia los judíos y a los
conversos. Así pues, había que tomar una medida más drástica. Y esa medida no
fue otra que expulsar a los judíos que no quisieran bautizarse.
A los Reyes
Católicos les costó muchísimo tomar semejante decisión, una de las más
difíciles de su reinado, pues eran conscientes de la importancia de esa
comunidad religiosa, no sólo en el ámbito general de sus dominios, sino también
en el personal (ya hemos comentado que sus médicos eran de origen judío,
aunque lo más importante, quizá, eran las aportaciones económicas que los Reyes
Católicos recibían de los judíos, fundamentales, por ejemplo, en la Guerra de
Granada). Sin embargo, por otro lado, Isabel y Fernando también pensaban que
la unificación religiosa era
algo indispensable para fortalecer la cohesión entre sus súbditos. Ciertamente,
si toda la población de Castilla y Aragón pasaba a pertenecer a la comunidad
cristiana, se evitarían conflictos sociales, como los que se habían producido
desde finales del siglo XIV. Todo esto, además, ayudaría también a reforzar la
autoridad de los Reyes, siendo esto último, en definitiva, el objetivo
fundamental de los monarcas que reinaron a principios de la Edad Moderna.
Así pues, los Reyes
Católicos, el 31 de marzo de 1492, publicaron el Edicto que obligaba a todos los judíos a
abandonar España en el plazo máximo de cuatro meses. Sólo aquellos
que optaran por bautizarse podrían seguir viviendo en los dominios de Isabel y
Fernando. También se alertaba a los cristianos, para que no ayudasen a los
judíos a incumplir lo establecido en el Edicto, puesto que, en caso contrario,
perderían todas sus pertenencias. En cuanto a los judíos que decidieran
exiliarse, podrían vender sus bienes, pero se les prohibía llevar consigo metales
preciosos o monedas. De esta forma, el beneficio de la venta de sus casas, por
ejemplo, no quedó plasmado en dinero, sino en letras de cambio que podrían
canjear por dinero cuando llegaran a sus destinos. En esta última medida,
comprobamos que no existió en Isabel y Fernando una intención económica: no
quisieron lucrarse a costa de los judíos. De haber sido así, no les hubieran
permitido vender sus bienes, aunque, por supuesto, los judíos sufrieron todo
tipo de abusos por parte de los compradores particulares, que esperaron
hasta última hora, cuando se terminaba el plazo de los cuatro meses, para
comprarles unos bienes que, por entonces, habían alcanzado un precio muy por
debajo de su valor real.
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